Manuel Michelena
Desde la Dehesa de la Villa, hasta Reina Victoria, pasando por el puente de Amaniel y el Caño Gordo, era el canalillo, nuestro teatro de operaciones. Allí cogíamos varas, de unos árboles que llamábamos mal hueles y jugábamos a espadachines; cuando fuimos creciendo, arrancábamos varas, y saltábamos de un lado al otro del canal utilizándolas como si fueran pértigas. Pescábamos ranas, a las que luego hacíamos fumar, abriéndoles su gran boca. También era divertido coger culebras que llevábamos al barrio para asustar a las chicas.
Había un chico, que le llamábamos Kadul al que admirábamos mucho, que se metía las culebras dentro de la camisa. Todos le mirábamos sorprendidos, y las chicas se preguntaban dónde estaría la culebra, y nuestro buen amigo se la sacaba por debajo de los calzoncillos a la altura de las rodillas. Era un chico un poco desgarbado, alto, moreno, más bien casi negro, poco hablador pero que se había ganado el respeto de nuestra cuadrilla, ya que ninguno de nosotros era capaz de hacer lo que él hacía. Había uno, el Ginés que se metía las ranas, pero eso ya no nos impresionaba tanto. Yo alguna vez lo intenté, para quedar bien con los chicos, pero no era muy agradable. Te entraba un cosquilleo, y arañaba un poco y no paraba de moverse. Lo bueno era meterse tres o cuatro a la vez.
Alguien descubrió un día unos pececillos pequeños y estuvimos inventando artilugios para poder pescarlos, pero no lo conseguimos. A mí me fastidió ese fracaso y una mañana cogí un tenedor de mi casa, un alambre y corté una vara grande del canalillo. Estuve cerca de dos horas intentando ensartar a los pobres bichos, pero no conseguí nada. Se ve que de eso no dependía nuestra supervivencia, porque ahora veo reportajes en la TV y a personajes medio desnudos, pescando con lanzas, aparentemente con facilidad. Bueno realmente mis peces eran bastante pequeños.
Es curioso, que a pesar de que las aguas del canal iban generalmente limpias, y que apenas cubría un metro, casi nunca nos bañábamos. Se ve que eso de lavarse y bañarse no se llevaba mucho en la clase obrera.
Nuestro deporte consistía generalmente en saltarnos el canal de una orilla a otra, ya que apenas tenía dos metros de ancho, medida aceptable para nuestra edad. A propósito de esto, recuerdo una historia que me ha quedado grabada, y que mis amigos han recordado pasado el tiempo con bastante frecuencia.
Uno de los juegos de la pandilla era nombrar a un jefe, y hacer todo lo que él hacía. Se llamaba el juego seguir a la madre. Pues bien, se unió a nuestro grupo un chaval del otro barrio, que no era habitual que estuviera con nosotros, y quiso entrar en el juego. Nosotros le dijimos que era muy pequeño y que el juego era difícil jugarlo. Tanto insistió que al final lo admitimos.
Hicimos barbaridades por el barrio, y como siempre acabábamos en el canalillo. Nos colamos por las alambradas, que eran de púas, y pasábamos entre medias con todos los cuidados. Nuestro buen Mito, que así se llamaba el chaval, nos fue siguiendo a trancas y barrancas, pero llegó la hora de ir saltando el canalillo siguiendo a la madre, y aquí llegaron las dificultades para nuestro pobre amigo. Falto de facultades no podía superar los dos metros y tomando carrerilla, saltaba y se pegaba con el borde cayendo al agua, así que decidimos después de jalearle todos, que lo cruzara a pie. Al pobre le llegaba el agua por la cintura. Parecía un Cristo, y para más Inri, en medio del juego apareció por una curva el guarda, que nos la tenía jurada. Como pájaros asustados, huimos en desbandada saliendo por las alambradas como pudimos. Detrás un guarda enfurecido, tirándonos piedras, llamándonos cabrones, cagándose en nuestra puta madre y otras lindezas.
Llegamos cada uno a nuestra casa como pudimos y a la hora de comer ya se me había olvidado el incidente, ya que era bastante habitual en nuestro programa de festejos.
Estaba comiendo tan tranquilo en mi casa con mi madre y mis hermanos, y escuchamos un alboroto en el jardín, me asomo, y veo en la puerta un montón de chicos y una vieja llevando de la mano al Mito. El espectáculo era jodido. Una vieja chillando, el Mito todo mojado y con los pantalones rotos. Mi madre que se asomó al ver el ruido de la vieja, acostumbrada un poco a las aventuras de su hijo, solo exclamó ¡ene ama! Que siempre decía cuando ocurría en casa alguna cosa fuera de lo corriente.
La verdad , el número era impresionante. Cuando salimos de estampida con el guarda pisándonos los talones el chaval se arrastró hasta las alambreras, y se enganchó los pantalones. Yo no sabía qué hacer, y de repente el Mito, señalándome con el dedo le dijo a su abuela que no dejaba de chillar, ¡Ha zido eze! el pobre ceceaba un poco. Salimos como pudimos del lance. El castigo de mi madre fue varios días sin salir, y desde luego al Mito ya no le volvimos a admitir en nuestra pandilla.
Ya he mencionado al guarda, quiero decir que nosotros le dábamos bastante trabajo y el hombre siempre estaba de mala leche. Cuando bajaba a las tiendas del pueblo a por tabaco o a tomarse un chatillo en la taberna del Sr. Fermín desaparecíamos todos de la calle por donde el pasaba, y si quedaba alguno, era blanco de sus miradas amenazantes. Le llamábamos Gazaparullo y se lo gritábamos siempre que estábamos lejos de su alcance y él, como siempre, nos llamaba cabrones e hijos de puta. A unos cuantos nos la tenía jurada, pues ya nos conocía de otras veces… Sin embargo, lo que es la vida, hubo una circunstancia en la que pagamos por nuestro pecados con el guarda. Un día de correrías, fuimos a los viveros, nuestro límite del territorio con el caño Gordo, y estuvimos cogiendo moras y amajuelas, terminando nuestra jornada, entrando al canalillo a la altura del Colegio de Huérfanos de Ferroviarios, para tranquilamente salir por la puerta que siempre estaba abierta para el paso de los guardas, a la altura del merendero de Casa Gorris. La verdad que íbamos relajados, llenas las manos de moras y amajuelas, cuando de repente encontramos en la puerta un mozarrón fuerte, mal encarado, que tapándonos la salida nos dice, ¡con que Gazaparullo eh!. Nos puso en fila a todos los chavales para que saliéramos y según íbamos atravesando la puerta, nos iba pegando una hostia al tiempo que decía ¡toma gazaparullo!
No hubo forma de escapar a ese convite, y allí terminamos todos comulgando, sin haber oído misa, una tarde de Agosto.
Al oficiante de la ceremonia le llamaban El Nene y era hijo del guarda. Pasado el tiempo, y ya mas mayorcitos, nos hicimos amigos del guarda y supimos que se llamaba Eugenio y nosotros le ofrecíamos tabaco, y algún que otro chatejo de vino y le gustaba que le llamáramos Sr. Eugenio. Mira que erais perros, nos decía. Yo creo que era el exceso de salud que teníamos, que había que gastarla de alguna forma.
Otra de las aventuras del verano también en el canalillo, eran la búsqueda de pelotas que se caían por encima de las tapias de la Piscina Tritón en la calle Vall Ferreras, cuyo límite era el canal, todo lleno de zarzas, arboleda espesa, varas de mal huele, etc. La gente esperaba el final del día para a la salida ir en busca de la pelota que se les había colado. Tarea casi imposible para personas poco acostumbradas a andar por esos matorrales, que nosotros conocíamos como la palma de la mano. También había que saltar las alambradas de espino. Demasiado para unos chicos de ciudad.
Un día a la semana, generalmente los lunes, llamábamos a los chicos del otro barrio y juntos emprendíamos la búsqueda de esos tesoros que no estaban al alcance de nosotros. Muchas veces jugábamos al fútbol con pelotas de trapo. Terminada la jornada con dos o tres pelotas de botín, llegaba la hora del reparto. Poníamos una raya en el suelo, y mediamos quince pasos, cogíamos cada uno una piedra lo mas lisa posible (de las que usábamos para jugar al palmo y dao), y la tirábamos por orden intentando conseguir que cayera lo más cerca posible de la raya, y se repartían los trofeos según el orden conseguido. Casi siempre ganábamos los mismos, y los del barrio de arriba estaban mosqueados y se empeñaron en que nos lo jugáramos a los montones, cosa que yo me negaba porque sabía que manejaban las cartas mejor que nosotros, y además sabían hacer trampas.
A propósito de estas discusiones por este negocio, un día el Pichi que era un pandillero del otro barrio empezó a calentarnos a los dos Jefes de Barrio, como ya lo había hecho en otras ocasiones, pero esta vez simulando un combate de Lucha libre Americana. Por un lado el Ufano, y del otro el Pocholo, este era yo. Empezaron a jalearnos todos los chavales, y ya harto del juego del Pichi, di un paso al frente , sacando pecho y dije ¡aquí hay uno!. Cosa curiosa, el Ufano se achantó. Yo tenía las piernas temblando, pero nadie se dio cuenta. No veas como quedé y el respeto que gané en las dos bandas. Pasado el tiempo, siempre le he pedido a la vida, que no me pusiera en situaciones violentas, y gracias a Dios, tengo ya 73 años y nunca las he tenido de importancia.
Hace poco pedí a uno de mis hijos que me acercara a mi teatro de operaciones, el Canalillo de mis 12 años, ya que ahora vivo fuera de Madrid. Bloques de apartamentos, carreteras, jardines, calles asfaltadas, no pude reconocer ningún paisaje amigo. Algo se rompió dentro de mi. Mi Canalillo, aquel amigo que estuvo presente en mi historia infantil había desaparecido, se me había ocultado.
Mi casa era un terraplén. Paseé por las calles y no pude saludar a nadie. Me dieron ganas de llamar a las puertas de las casas para gritarles ¡Soy el Pocholo! ¿No os acordáis de mí?
Pobre Canalillo, también tú sentirás nostalgia de los tiempos pasados. Si tuvieras alma seguro que te acordarías de nosotros que siempre tuvimos un rincón para ti muy importante en nuestro corazón. Siempre te quisimos.
Al despedirme de mi barrio y de ti he derramado alguna lágrima, posiblemente todavía queda en mi cuerpo de hombre resto de tus aguas. Me hubiera gustado que fuera rodando hasta tu viejo caudal conocido. ¿Acaso me estoy volviendo loco con estos pensamientos? Es posible.
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